dilluns, 14 de febrer del 2011



Ella permanecía muy quieta bajo las trémulas hojas de papel de colores que colgaban en forma de guirnaldas por el jardín. La gente se había ido hacía horas y ya el sol se estaba muriendo en ríos de carmín que fluían por un cielo cruzado de pinceladas moradas. Sobre sus dedos descalzos, que se curvaban sobre la hierba húmeda y la tierra fresca se paró una pequeña mariquita que recogió sus alas bajó el caparazón moteado. La observó pasearse con una senda de cosquillas arriba y abajo entre las montañas de su pie derecho y luego posarse delicadamente en el meñique.

Sabía que se había celebrado una fiesta, no estaba segura del porqué. Llevaba un vestido gris plata con un bordado en hilo blanco y hacía tiempo que había perdido los zapatos de tacón. Entre las mesas del jardín se habían esparcido las servilletas con margaritas dibujadas y se arrastraban como espíritus traviesos por el suelo, enganchándose en los columpios. Escuchó que alguien la llamaba desde el porche, le pareció que decían un nombre que ya no reconocía como propio. El mundo a su alrededor se le antojaba una farsa que conformaba un perfecto teatro para marionetas a escala en donde la gente se movía con unos hilos dorados que tiraban concisamente de sus articulaciones. Enfocó las pupilas hacia la silueta femenina que hablaba una decena de metros más allá y le pareció que sus movimientos eran grotescos, descaradamente artificiales. Se pasó la mano por el cuello y noto el cabello tirante, hilado en un recogido alto que no se había hecho ella, que ni siquiera había escogido ella. Tampoco había elegido el vestido, ni los zapatos que no sabía donde habían ido a parar, ni mucho menos la pesada bisutería que adornaba su cuello lánguido. Clavó las uñas desde la raíz del cabello hasta la nuca tratando de sentir el dolor, y lo único que consiguió fue romper de un tirón el pasador del collar que se desprendió y cayó entre sus piernas sobre la hierba. La mariquita, sobresaltada, salió volando y ella elevó la barbilla para seguirla con la mirada. Una gota de lluvia se estrelló contra su frente, y luego otra, hasta que decenas de gruesos lagrimones se fueron acumulando sobre su rostro y deslizándose por su cuello y sus hombros. Alguien gritaba un nombre, quizá el suyo. La marioneta de la puerta gesticulaba hacia el interior de la casa. Se puso en pie, sus dedos chapotearon en la hierba húmeda.

Empezó a caminar hacia la casa, como un autómata. La lluvia había corrido su maquillaje, y parecía un payaso triste, que se retiraba del escenario mientras un coro de risas quedaba como una cola a sus espaldas. La voz parecía apremiarla para que se resguardase del agua, sin embargo se sentía cómoda. La mariquita había vuelto, y se posó en su mano, justo al lado de una enorme sortija coronada con una perla. Se veía absurdamente irreal en su dedo anular, como un chiste malintencionado. Se la quitó, y la dejó caer en el suelo. Alguien gritó algo más fuerte. Miró, pero ya no veía a nadie. Protegió a la mariquita de la lluvia con la otra mano y se dio la vuelta, caminando en dirección contraria, hacia ninguna parte. Al otro lado de la valla del jardín se extendía la inquietante espesura de la nada. La mariquita se adelantó a sus pasos, volando fuera de los límites de la parcela. Ella se llevó una mano al cabello, quitando la aguja de plata que sujetaba el recogido y soltando su cabello pajizo, que no tardó en oscurecerse con las gotas. Abandonó la aguja sobre la verja de madera antes de atravesarla. Una sensación de pureza se acomodó en su pecho, y en vez de un peso la liberó como si le hubieran atado globos de helio de colores por los brazos.

No caminaba, volaba con alas invisibles. Y no era importante a donde iba, sino todo lo que dejaba atrás.

Primavera