dimecres, 27 de juliol del 2011





Sus pasos resonaban en el empedrado de los callejones del casco antiguo. La anaranjada luz de las farolas dibujaba tenuemente sus contornos en las paredes de las casas, ahora separados, ahora fundidos en uno solo. En el ambiente, la suave brisa acercaba un aroma fresco y familiar, mezcla de lavanda y de salitre, y a lo lejos, las bocinas de los barcos se unían a dúo con el tañido de las campanas de un campanario cercano.

Los angostos callejones estaban sembrados de balcones de los cuales se derramaban frondosas plantas, llegando estas casi hasta el suelo. Él se acercó a una de ellas, y cogió una de las muchas flores, regresando a su lado poco después. Ella lo esperaba, y ya tenía una sonrisa preparada como pago ante tal obsequio. Acercó sus manos a las de él, y recogió la flor, enganchándola  acto seguido con delicadeza en su cabello. Siguieron caminando hasta llegar a una pequeña plazoleta, donde una pequeña fuente les dio la bienvenida con el alegre sonido del agua. Se acercaron a ella y vieron su fondo tapizado de monedas, cada una de ellas portadora de un deseo, arrojadas por alguien tiempo atrás. Con una mirada de complicidad, cogieron una pequeña moneda, y tras un breve instante de reflexión, la lanzaron al fondo del agua, donde los deseos se cumplen. Iba avanzando la noche, y seguían paseando, no tenían prisa, ni preocupaciones, ni tan siquiera un destino fijo. Su voluntad era como el viento; voluble, cambiante….
Irían allá donde el viento de la noche los levase.

 En el puerto, el sonido de las bocinas había sido sustituido únicamente por la quietud de las olas. Siguieron la línea de la costa, y llegaron a un espigón. A lo lejos, sonó de nuevo, mucho mas débil, el tañido de las campanas que de forma regular, les informaba del paso de un tiempo, que a ellos les era ajeno.

Con una mirada pícara, ella cogió su mano y tiró de él hacia el espigón, adentrándose juntos en la negrura de la noche y del mar. Cuando llegaron al extremo, se quedaron mirando el cielo cuajado de estrellas, y él le señaló en el cielo cada una de las constelaciones que se veían. Se estaban mojando, pero ya nada importaba, ni el viento, ni las olas, ni las campanas de fondo, ni las constelaciones….

La rodeó con su brazo por la cintura y la atrajo hacia sí. Se miraron largo rato en silencio, como si intentasen, pese a la poca luz que había, memorizar cada una de las facetas del rostro del otro, como si en ese instante su vida fuese en ello.

Se acercaron lentamente y con los ojos brillantes. Sal en los labios. 


Soñador.