dilluns, 22 de novembre del 2010




Escasa de equipaje y con una maleta de colores, soy nómada de mil cuerpos y lugares. No tengo rostro ni nombre, más que el que tu quieras darme y solo llevo en la mochila frascos de esperanza atados con lazos de raso rojo. En el bolsillo llevo una llave que abre todas las puertas si vienes conmigo de la mano y tengo una cesta de sonrisas para ir llenando tus comisuras cuando se agoten.

No tengo corazón, ni edad y solo escribo cuentos de hadas para otros. Soy un fantasma corpóreo y he vendido mi pasado para comprarme unas botas de hierro que me lleven a cien castillos donde hay un príncipe que necesita ser despertado. No he conocido todavía un par de manos que no sepan hacer daño y todo el mundo tiene miedo de jugarse el alma.

Cuando paso al lado de una maceta dejo caer una lágrima de ilusión para que las fantasías desborden los balcones y escaleras de plantas lleven duendes a las casas. Cuando toco las ventanas florecen azahares y puedo soplar jazmines sobre las pesadillas para disolverlas en sueños. Conozco todas las lenguas que usan las hadas y los árboles me cuentan leyendas en susurros. Mi cama está hecha de hierba oscura y mi manta se trenzó con bostezos olvidados. El himno de mi país es el arrullo del mar y aprendí a cantar con las sirenas.

Engatuso a los incautos que cazan tesoros y comercio con aquellos que no necesitan comprar nada. Apuesto con aquellos que nunca han perdido y compro amores con versos. Me adorno el cabello con corcheas y fusas y utilizo las claves de tobilleras. Mi perfume cambia con las estaciones y se confunde con las flores, el salitre, y las pastelerías. Tengo un mapa del tesoro dibujado en la piel y cada día cambia y crea nuevos caminos. Laberinto es el color de mis ojos y de los bordes de mis labios se escapan risas con alas de mariposa.

Tengo un jardín de promesas que hay que regar cada día con detalles y solo se puede llegar caminando sobre tus miedos. Hay una caja en la puerta para que olvides allí el mundo real.

Bienvenidos a casa, ¿Os vais a quedar? 

Primavera

divendres, 19 de novembre del 2010



Vengo de un lugar donde las brújulas no sirven de nada, donde perderse es la regla. Vengo de un lugar de brisas cálidas y de atardeceres eternos, donde el tiempo es infinito y los recuerdos se llevan cautivos en pequeños frasquitos de colores.

Allí, las estrellas se mueven a su antojo para extraviar a los viajeros, que presos del engaño se adentran en oscuros bosques donde viven princesas en altas torres de marfil. Por los desiertos, navíos corsarios de blancas velas surcan las dunas acompañados de extrañas aves, descubriendo maravillas y arribando, de tanto en tanto, a majestuosas ciudades cuyos muros, azotados por la arena, están hechos del alabastro más puro. Y en el cielo, colosales dragones, montados por valientes guerreros, combaten por demostrar cual es mas diestro en el arte de la guerra.

De donde vengo, la risa se convierte en poesía, y las lágrimas perlan de rocío los pétalos de los almendros en flor, deleitando la vista de aquellos que pasean por su lado. Los niños hacen volar cometas adornadas con cintas de mil colores en un cielo azul celeste, y al caer la noche, las luciérnagas alumbran el camino de dos amantes que se dan cita, para ver la luna ascender en el horizonte.

A veces, si tienes suerte, encuentras el camino que lleva a las densas selvas donde los árboles dan extrañas frutas de las que salen las voces de las dríades, entonando hermosas baladas, y si sigues la corriente de los ríos, el hogar de las danzarinas ninfas te estará esperando, con fuentes de agua cristalina y castillos de ébano pulido.

Vengo de un lugar donde los sueños se cumplen, donde puedes volar con solo imaginarlo. Vengo de un lugar donde las brújulas no sirven de nada, donde perderse es la regla.

Dime, ¿quieres perderte conmigo?


Soñador

La señorita Caramelo

dimarts, 16 de novembre del 2010



La señorita Caramelo era peculiar y pizpireta. No contaba con dieciocho años todavía y hacia escasos meses que se había casado. Su marido solía estar de viaje, y la luna de miel todavía no había tenido lugar. Era una niña con un juguete nuevo, una enorme casa de muñecas a tamaño realista, con ama de llaves con uniforme, cocinera y servicio, todas a su mando y ordeno, y una cuenta corriente que le concedía cualquier antojo.

La señorita Caramelo era el capricho de un hombre de negocios que ya había cumplido los treinta y que tenía un mechón de cabello blanco mezclado entre el brillante color caoba de su melena engominada. Se habían casado en una capilla pequeña que había reventado de invitados y de violetas enredadas en los pilares, en los bancos de madera barnizada y en el altar del pastor que había oficiado el compromiso. La madre de Caramelo había llorado horrores en un pañuelo de seda bordada al ver a su niña dentro de un vestido blanco y el pelo color avellana peinado en pulcros tirabuzones salpicado de pequeñas flores de brillantes. Caramelo había llegado a la iglesia media hora antes de la boda después de despistarse en un café con un viajero que había perdido su tren. La habían tenido que arreglar a una velocidad de rayo mientras ella jugaba ajena a las estilistas con un rompecabezas de madera entre los dedos largos y finos, que ya lucían desde hacía dos meses una ostentosa sortija de compromiso. Había asistido a su boda como si fuera un baile de disfraces, y había dado el si quiero con dificultad, ya que llevaba un caramelo de violeta en la boca de color cerezo.

Caramelo hablaba muy bien de su recién estrenado marido. Decía que James estaba siempre de viaje, decía que era un hombre amable que no se quejaba nunca y que no gritaba jamás. James le compraba vestidos que llegaban con mozos de las tiendas en cajas de colores brillantes con lazos de raso, porque él no estaba en casa para llevárselos. James la había dejado como señora de la casa. Casa que el enamorado empresario había mandado construir tal y como su esposa había pedido desde el momento en que el padre de ella le entregó su mano. En el centro de Londres en una zona residencial había comprado media manzana para poder construir una casa con jardín, porque Caramelo quería que la casa tuviera jardín, ¿Dónde sino iba a poder poner a Bob, el enorme dogo castaño que la seguía como un caballo domesticado a todas partes? Y la casa tenía un jardín interno, y un invernadero con una bóveda acristalada de vidrieras que translucían de mil colores del arcoiris cuando florecía el sol. Caramelo se reía mucho si alguien comía con ella en el invernadero porque la gente solía asustarse al ver aparecer a Boppy entre las hojas de las plantas tropicales. Boppy era su camaleón.

Caramelo no solía llevar dama de compañía cuando salía con sus botines acordonados a dar un paseo por la metrópolis, y llevaba los bolsillos llenos de unos caramelos envueltos en papeles dorados y cenefas negras que tenían una cobertura de azúcar nacarado y un interior de púrpura brillante. Llevaba un paraguas verde esmeralda con un mango de caoba lacada y un cuaderno con una pluma de plata y perlas que le había regalado su marido. Caramelo se paraba en las esquinas donde vendían flores y compraba ramos enteros que iba regalando flor a flor a la gente que veía triste, y cargaba su bolso con castañas calientes cuando empezaba a soplar el frío. Le gustaba pasarse horas en la estación de tren imaginando historias para los ajetreados viajeros y parar su reloj de bolsillo con toda la intención para poder volver saltando charcos sin preocuparse de si llegaba tarde o no a casa para el baño que le había preparado Rose Mary, su dama de cámara.

Caramelo tenía nombre, pero alguien empezó a llamarla así por su costumbre de llevar los bolsillos llenos de caramelos y su afición a las confituras. La única persona que la llamaba por su nombre era su marido y la mayoría de las veces ella seguía divagando en su mundo de las maravillas particular, etérea, como una compañía intangible, una nube de perfume dulce que dejaba una marea de desastre y risa por allí donde pasaba. 

Primavera

dimarts, 9 de novembre del 2010





 


La brisa estaba llena de vilanos de diente, que ingrávidos, se dejaban mecer, por un viento que traía consigo aroma de jazmín, azahar, y de innumerables flores que harían las delicias de cualquier maestro perfumista. Hacia el horizonte, perezosos rayos de un sol moribundo coronaban unas colinas entre las cuales se escondía una pequeña aldea, en la cual en este momento unas viejas y gastadas campanas tañían, indicando a sus habitantes la hora, o incluso algún acontecimiento mas relevante.

Aquel lugar siempre lo atraía, siempre que estaba triste, abatido, pensativo, o simplemente no tenia ganas de hablar con nadie iba allí. Debajo del sauce llorón. Mas bien dentro de él, pues sus ramas caían como versos derramados por las musas, cubriendo con una cúpula verde el firmamento. Cuantas veces había llorado, gritado, odiado, amado; cuantas veces había caído exhausto y rendido bajo sus ramas; cuantas veces más lo haría....

Hoy no era ningún día especial, un día como cualquier otro, es más era un día absolutamente normal, pero lo necesitaba. Había acudido allí impulsado por alguna extraña fuerza, había apartado las hojas a un lado, impregnando sus manos con el aroma del árbol, y se había sentado entre sus nudosas raíces, expertas en contemplar el paso de los años, con la mirada y el pensamiento perdidos en un mar de dudas. No era la primera vez que le pasaba, no sería la última, y ciertamente, entre los constantes oleajes de su mente, había llegado a un punto en el que se sentía como mínimo, a gusto.

Se había hecho tarde, contemplar el infinito abstrae mucho mas de lo que pensaba. Se levantó, consciente que en último caso, él sería el único con capacidad para salvarse de sí mismo. Volvería. Tarde o temprano. Al fin y al cabo, aquel era el lugar ideal para soñar despierto, y él, era un soñador. 


Soñador

dilluns, 1 de novembre del 2010





Bajó la ventanilla del coche y el aire de la madrugada le acarició la barbilla, retirando a la espalda unos mechones de cabello cenizo. Parecía que frente a ella la carretera, de un gris plomizo, se fundiera con el cielo que empezaba a clarear. Siempre le había gustado estar en la calle cuando amanecía, era como si el mundo estuviera por estrenar y oliese a libro empaquetado. Y era todo para ella. Subió el volumen de la música y dejó que la tragase hasta la última nota.
No pensaba. Quizá era la sensación más maravillosa que jamás había experimentado. Que nada la molestaba, ni se daba golpes tras sus pupilas. No había ningún dilema, ni una sola batalla interna que la amenazase. Lo único importante en aquel momento era concentrarse en seguir la carretera y la letra de la canción. Despuntaba el sol, vergonzoso, más allá del asfalto y empezaba a marcar los límites del cielo con un rojo como de cinta de raso, de regalo, que enfatizaba la sensación de que aquella mañana era una sorpresa que solo ella era capaz de abrir.
A ambos lados de la carretera se extendían un sinfín de campos de girasoles y dientes de león y el viento arrastraba a parte y parte pequeños algodones blancos volátiles que llevaban deseos prendados de sus corazones. Aceleró el coche y todo el pelo descubrió sus hombros, volando contra el reposacabezas del asiento. Empezó a cantar a voz en grito la canción y a marcar el ritmo contra el volante. Libre. Libre. Libre. No importaba nunca más lo que había dejado atrás. No importaba si alguien recordaba su nombre ni sus facciones. Se cortaría el pelo y se pintaría una sonrisa con permanente en los labios. Se vestiría a partir de ahora con oportunidades cada día y con zapatos que solo llevasen a buenos lugares. Un regalo envuelto en un lazo rojo:  Esperanza. Unas alas invisibles de valor.
Un sol adolescente empezó a calentar sus brazos níveos y a manchar de dorado sus cabellos. Una sonrisa de cerezo se extendió en su rostro y el cambio de la brisa le indicó que en pocos kilómetros habría alcanzado su meta. El salitre se hizo patente a medida que desaparecían los campos y la carretera zigzagueaba más y más. Pasó por delante de una pequeña iglesia abandonada que tenía un ángel en lo alto de su fachada con las manos abiertas, en un gesto de bienvenida y las alas extendidas. Aparcó al principio de un camino de piedras que ascendía una pequeña colina y salió del coche tras apagar la radio. Se agachó y cogió un puñado de tierra que dejó caer poco a poco entre los dedos mientras avanzaba hasta lo alto, primero caminando y luego dejó caer la vergüenza al suelo y extendió los brazos, corriendo hasta perder el aliento. Se detuvo al borde del acantilado y se enderezó, respirando con dificultad para recobrar el alma y la voz. El mar abrió sus fauces y suicidó algunas olas que murieron en espuma centenares de metros bajo sus pies.
Metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó sus miedos, que salieron volando como palomas negras hacia el agua, perdiendo las plumas con la luz esmeralda y volviéndose estrellas fugaces. Pensó en echar raíces en aquel lugar, pero solo dejó sus zapatos, demasiado desgastados de andar sobre malos recuerdos, y se marchó sin mirar atrás.

Primavera