dijous, 29 de setembre del 2011


El niño miraba su bonita mariposa. Porque ahora era suya. La había cazado y la había clavado a su panel, tras pintarla con fijador con mucho cuidado. Le habían fascinado los colores de las alas de la mariposa cuando volaba en el jardín, dejando que los destellos de sol hicieran guiños titilantes en los reversos de sus alas. El niño jamás había visto nada igual. Y quiso que se quedase con él para siempre. 
Por eso, después de observarla durante varios días, al final cazó a la mariposa y la metió en un tarro de vidrio. Al principio, mariposa aleteaba dentro del tarro, dándose golpes contra las paredes invisibles. Poco a poco se fue quedando en el suelo de vidrio, cada vez más quieta, hasta que murió.
El niño decidió que se la quedaría para siempre. La pondría en un marquito de madera, con un grueso cristal, y así, cada día vería sus hermosas alas. Cuando tuvo terminado el trabajo, lo colgó en su pared. Cada día la miraba durante horas. Pero a pesar de que era suya, de que ya nunca iba a escaparse, había algo que entristecía al niño. Ya no brillaba el sol en sus alas, ni dejaba saltar destellos con el aleteo mágico de su pequeño cuerpo.
El niño se dio cuenta de que al privarla de su libertad había condenado también su esencia, y, con ello, su magia. La mariposa ya jamás podría volver a volar.

El niño se echó a llorar.

Primavera

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