dimecres, 8 de desembre del 2010



Era comerciante de emociones. Había aprendido a exponerlas en su rostro a voluntad como si se tratase de un escaparate. No le costaba pasar de la dulzura a la indiferencia en cuestión de décimas de segundo y le provocaba una risa incontrolable la estupefacción de aquellos que la rodeaban cuando jugaba a los bailes de los siete velos con su postura corporal y su forma de hablar. Llevaba a cuestas mil y una máscaras que sacaba y guardaba de entre los poros de su piel y las ondas de su pelo según le venía en gana. Con todo esto, resultaba imposible decir cual era su verdadera faz.

Solía decir que no tenía corazón y que sus recuerdos eran de espuma. Sonreía con una facilidad de bebé que no ha visto nunca la sangre y olvidaba las afrentas y las puñaladas en un parpadeo. Nadie había conseguido avistar el frasco de cristal que guardaba en las entrañas y que iba atesorando lágrimas, hiel y dolor en una mezcla de color borgoña. Lo llevaba escondido donde debería de haber estado su alma, pero su alma nunca había querido estarse quieta donde le tocaba y revoloteaba con alas de águila, planeando entre mundos que ella solo llegaba a avistar en sueños.

Sus dedos eran de plumas y sacaban a flor de piel caricias que no tenían nombre. A menudo la gente trataba de cazarla, y enredaba su nombre en sus tobillos, sin darse cuenta que su cuerpo no era más que una maraña de ilusiones entrenadas que ella movía a placer como si fuera una marioneta. Olvidaban que tras sus ojos no podían ver más allá que dos esferas de mercurio envuelto en cristal. Estaba hecha de un acero suave, aterciopelado, contra el que rompía cualquier intento de rasgar la superficie, y, también, de salir de las profundidades de su soledad.

No tenía voz. Hablaba con frases que eran de una boca que no era la suya, de una de las miles que tenía escondidas entre los pliegues de la ropa. Se sacaba de la manga palomas blancas en forma de vocales y tenía tantos sombreros de copa que se le había perdido su verdadera lengua en el fondo de alguno de ellos.

Rara vez una mano ajena lograba sacar su nombre del estanque de su pecho y acariciar la punta de las alas de su alma. El mercurio de sus ojos se deshacía en caramelo fundido y sus comisuras florecían con notas musicales. Era entonces cuando le colaban dagas por las pupilas y le rasgaban los labios. La muñeca rota sacaba una sonrisa falsa de las que tenía en el bolso y relucía en el escaparate la más brillante de las normalidades. El frasco en sus entrañas rebosaba de pena y chocaba contra su piel de hierro, sin encontrar salida, corroyendo su corazón y su garganta.

Quién lo diría, viéndola reír, que ya no le quedan agujas para coserse a retales de sentimientos un nuevo disfraz. 

Primavera

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