dilluns, 3 de gener del 2011




El hada llevaba mucho tiempo en aquella jaula de marfil. Ella misma la había ido construyendo con fragmentos de sueños de ágata, ilusiones doradas y polvo de esperanza. Era una prisión de fantasías hecha a medida y anidaba en el centro de una casa polvorienta y descuidada, con un único habitante además de ella. 

El hada había pasado un día volando por una de las ventanas y había acertado a ver, en medio de un salón devastado, a un joven que escribía con una pluma de pavo real en un pergamino de color plateado. Con tinta verde esmeralda, creaba un mundo inverosímil, plagado de sendas por caminar y aves de colores inexistentes. El hada, maravillada, se coló en aquel lugar derruido, atraída por aquel tesoro que se escondía en el interior.

Cuando el joven vio al hada posarse en el borde superior del pergamino, empequeñeció sus ojos azules. La figurita de mujer, vestida con unas telas de vapor de estrellas, inclinó el torso hacia adelante, mirándole con el rostro ladeado desde el fondo de sus ojos ambarinos. El hada no entendía muy bien, mirando sus recuerdos, porque había decidido quedarse con él. Quizá había pensado que a pesar de lo que denotaba una casa raída hasta las entrañas por el descuido y la apatía, aquello solo era un envoltorio. Quizá, había pensado que con sus alas, podría conseguir que el cuentacuentos abandonase las sombras y empezase a andar.

Ahora, tras años de haber ido poniendo hebra a hebra un tapiz engañoso y demasiado ajado, se daba cuenta de que el cuentacuentos había acabado por ignorar su presencia en la casa, buscándola solo cuando una pizca de soledad le salpicaba las manos, o cuando la inspiración llamaba sobre sus párpados. El hada sabía que solo era una muñequita, un pájaro exótico que vivía en una jaula en la misma casa que el joven cuentacuentos, pero nunca realmente había compartido nada más que aire con él.

Batió sus alas de cristal soplado, recorriendo una última vez aquel entorno adusto hasta encontrar, encerrado en sí mismo, como siempre, al cuentacuentos. Él levantó la mirada una vez más, mirándola sin verla realmente, y luego se envolvió otra vez en su mundo de tinta, olvidando que había algo más que lo que él creía que era real. El hada sintió una profunda pena por él, por no haber podido enseñarle que solo podemos empezar a ver cuando decidimos cerrar los ojos. Le dijo adiós, pero él no la escuchó. Abandonó a sus pies el corazón prendado y algunas ilusiones, por si algún día quería leer su alma antes de irse a la cama. Salió por el mismo agujero de ventana rota por el que entró una vez y se perdió como una estrella más en el horizonte purpúreo.

La esperanza es lo último que se pierde, sí. Pero a veces debemos de abandonarla para para no perdernos a nosotros mismos.

Primavera

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