dilluns, 1 de novembre del 2010





Bajó la ventanilla del coche y el aire de la madrugada le acarició la barbilla, retirando a la espalda unos mechones de cabello cenizo. Parecía que frente a ella la carretera, de un gris plomizo, se fundiera con el cielo que empezaba a clarear. Siempre le había gustado estar en la calle cuando amanecía, era como si el mundo estuviera por estrenar y oliese a libro empaquetado. Y era todo para ella. Subió el volumen de la música y dejó que la tragase hasta la última nota.
No pensaba. Quizá era la sensación más maravillosa que jamás había experimentado. Que nada la molestaba, ni se daba golpes tras sus pupilas. No había ningún dilema, ni una sola batalla interna que la amenazase. Lo único importante en aquel momento era concentrarse en seguir la carretera y la letra de la canción. Despuntaba el sol, vergonzoso, más allá del asfalto y empezaba a marcar los límites del cielo con un rojo como de cinta de raso, de regalo, que enfatizaba la sensación de que aquella mañana era una sorpresa que solo ella era capaz de abrir.
A ambos lados de la carretera se extendían un sinfín de campos de girasoles y dientes de león y el viento arrastraba a parte y parte pequeños algodones blancos volátiles que llevaban deseos prendados de sus corazones. Aceleró el coche y todo el pelo descubrió sus hombros, volando contra el reposacabezas del asiento. Empezó a cantar a voz en grito la canción y a marcar el ritmo contra el volante. Libre. Libre. Libre. No importaba nunca más lo que había dejado atrás. No importaba si alguien recordaba su nombre ni sus facciones. Se cortaría el pelo y se pintaría una sonrisa con permanente en los labios. Se vestiría a partir de ahora con oportunidades cada día y con zapatos que solo llevasen a buenos lugares. Un regalo envuelto en un lazo rojo:  Esperanza. Unas alas invisibles de valor.
Un sol adolescente empezó a calentar sus brazos níveos y a manchar de dorado sus cabellos. Una sonrisa de cerezo se extendió en su rostro y el cambio de la brisa le indicó que en pocos kilómetros habría alcanzado su meta. El salitre se hizo patente a medida que desaparecían los campos y la carretera zigzagueaba más y más. Pasó por delante de una pequeña iglesia abandonada que tenía un ángel en lo alto de su fachada con las manos abiertas, en un gesto de bienvenida y las alas extendidas. Aparcó al principio de un camino de piedras que ascendía una pequeña colina y salió del coche tras apagar la radio. Se agachó y cogió un puñado de tierra que dejó caer poco a poco entre los dedos mientras avanzaba hasta lo alto, primero caminando y luego dejó caer la vergüenza al suelo y extendió los brazos, corriendo hasta perder el aliento. Se detuvo al borde del acantilado y se enderezó, respirando con dificultad para recobrar el alma y la voz. El mar abrió sus fauces y suicidó algunas olas que murieron en espuma centenares de metros bajo sus pies.
Metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó sus miedos, que salieron volando como palomas negras hacia el agua, perdiendo las plumas con la luz esmeralda y volviéndose estrellas fugaces. Pensó en echar raíces en aquel lugar, pero solo dejó sus zapatos, demasiado desgastados de andar sobre malos recuerdos, y se marchó sin mirar atrás.

Primavera

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